sábado, 1 de febrero de 2014

Cientodos.

El tigre melancólico y el payaso ausente. (un intento de cuento)


 Hace tiempo hubo en un hogar una pareja de locos que decidieron soñar y vivir una vida soñada. Como no les gustaba el olor a rancio y el color gris de las calles decidieron pintar su casa de colores y llenarla de flores plantadas en tiestos. Decidieron soñar juntos al menos una vez al día, para compensar las horas de trabajo en una insulsa vida social que no dejaba de ser normal No les gustaban las cosas normales.

Ellos se disfrazaban siempre que podían, eran miles, cientos de personajes, no dejaban nunca de intentar inventar una vida nueva, pero en la que siempre estaban juntos. Consiguieron unificar las vidas de Peter Pan y de Alicia. Consiguieron que las luciérnagas se hicieran amantes de los elefantes, que una jirafa fuera amiga de un ratón, que un simple lapicero tuviera una sonrisa enorme. Sí, se disfrazaban y daban vida a las cosas que tocaban. Eran una pareja loca, llena de recuerdos marchitos que decidieron regar con una felicidad desbordante. Se querían como ya no se quería nadie, como ésas parejas de abuelos que están juntos toda una vida y que se siguen sonriendo por las mañanas. Como esas parejas de abuelos que se nos están yendo con la hermosura de éste pueblo que se convierte en gris ciudad.

 Tuvieron dos hijas a las que transmitieron todo. Tuvieron tiempo de enseñarlas a soñar, a vivir y a querer. Tuvieron tiempo de ir al bosque, de conocer animales, de mancharse de barro.

 Pero un día, Alicia, la luciérnaga, la jirafa, el lapicero... se fue como se van los abuelos que hacían más hermoso éste mundo. Y dejó en el mundo a un Peter Pan que creció de golpe, a un elefante que se sentía pequeñito, a un ratón al que se le roía el alma. Y dejó también a dos pequeñas disfrazadas de tristeza.


Todo perdió el sentido, así que ya no salían apenas a la calle, porque ya no había nadie para reinventarla. Lo gris de fuera había entrado dentro. Las paredes se descorcharon. El olor a rancio mató a las flores de los tiestos... y así con la tristeza vino un día Campanilla y se llevó a Peter Pan de la mano, a ése lugar donde él creía que encontraría a su Alicia, a su luciérnaga, a su jirafa, al lapicero que pintaba las sonrisas en su mundo.


 Y así dejo a dos pequeñas solas, con un baúl de disfraces que hacía tiempo no se utilizaban. Pinturas de todas las clases en todas partes. Paredes descorchadas y flores marchitas.

 Pasaban los días sin sentido, con la comida justa para el cuerpo y sin alimento para el alma.

Dos niñas no deberían estar solas en un piso de paredes descorchadas.

 Así que un día se sentaron a hablar y decidieron que la única manera de corregir eso era que dejaran de ser dos niñas solas, e inventaron dos personajes: el tigre melancólico y el payaso ausente. Se pintaron las caras y se vistieron con la ropa adecuada. Y se metieron en sus personajes:

 El payaso ausente se pasaba el día pensando en sus padres locos que se habían ido.
 El tigre melancólico pensaba en las flores marchitas y las paredes descorchadas.

 Al día siguiente cambiaban el rol, el payaso ausente pensaba en las paredes y las flores, y el tigre en los padres huidos.

 Pensaron que quizás volverían, e intentaron plantar flores nuevas.
 Pensaron que si volvían habría que pintar las paredes.
 Pensaron en limpiar un poco, pues el olor a rancio había arraigado en los libros viejos.
 Pensaron en cambiar la melodía, para ver si así el gris se iba del todo.

 Pasaban horas sentadas pensando, pensando en lo que es la vida, en las cosas malas que le pasan a la gente buena.

 Pensaban en encontrar alguien que las salvase, alguien que hiciera que el mundo volviera a tener sentido. Alguien que las sacase del pozo.
 Y esperando crecieron.

Esperando lo que no llegaba y alimentándose en su locura felina y payasil.
Como el personaje que olvida que fue un actor loco.

 Pasaron la vida juntas, gruñendo y haciendo chistes, cada una con su papel tan interiorizado que no sabían salir de él.
 Así se imaginaban felices, imaginaban a sus padres que ya no estaban. Imaginaban los colores de las paredes que estaban tan grises como el alma.

 Y un día, tras abrir al cartero, que sólo traía noticias más grises aún de ése mundo frenético que había fuera, que avanzaba sin ellas, el tigre melancólico decidió escaparse. Y salir. Y salió. Y encontró un mundo frenético, sí, pero no tan gris como había creído siempre. El tigre melancólico se dejó sorprender por la extraña belleza de una calle adoquinada sin un fin visible.
A tres carriles llenos de coches de colores que subían y bajaban sin pensar en nadie.
Hasta el egoísmo tiene algo de bello para el que se siente solo.
Paseó por los parques y los encontró como pulmones. Vio en ellos las flores que ya no crecían en casa. Se dejó llevar por las personas que andaban sin mirar, que hablaban sin decir nada, y llegó a una estatua enorme que coronaba una enorme plaza. Dudando entre si ganaría su agorafobia o su curiosidad paseó por la plaza hasta darle al menos cinco vueltas. Se paró a pensar y dio una vuelta más, porque no le gustaban los números impares.

 En el piso el payaso ausente seguía mirando al techo, pensando en todo, o quizás en nada. Con la mente más blanca que su cara y el corazón más triste que ésa sensación de frío que le había dejado la huida de su hermana. Metida en su papel de payaso decidió salir a buscar un circo. Lo encontró y pasó la prueba. Y ya estaba todo, ya era un payaso oficial. Oficialmente ausente, pues no se relacionaba con nadie. Una vez al día, a veces dos, salía a escena y representaba a ése ser tonto que se pinta la cara de colores para hacer reír a niños grises. Y luego, volvía a esperar a Campanilla, que no quería venir a por ella como vino a por Peter

 En la ciudad el tigre melancólico aprendió a reír.

 En el circo, el payaso ausente, olvidó cómo se lloraba.




(Y por la mañana, Alicia las despertaba para ir al colegio, como a todos los demás, al fin y al cabo, sólo era un juego de niños.)

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